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PDA 41

Basada en hechos reales que escandalizaron a México hace menos de un lustro, 41 cuenta dos historias paralelas que sólo el lector podrá unir a medida que avance en la enigmática intriga. Por un lado, la vida de El Japonés, pequeño habitante de un mundo sórdido en donde drogas, violencia intrafamiliar, incesto y pedofilia serán siempre un lugar común. Por el otro, la investigación policial que los ya conocidos judiciales Sabino y Román realizan sobre los misteriosos crímenes perpetrados en contra de homosexuales, entre quienes se encontrará el hermano de un político importante. La búsqueda de pesquisas para dar con el asesino irá abriendo, además, una ventana no sólo para mostrar el lado más oscuro de la política mexicana –su corrupción, sus redes de pornografía infantil, sus traiciones y venganzas-, sino también para ponderar, mediante la ironía, el humor negro y hasta el sarcasmo, los agónicos pero aún vivos valores de la amistad y el amor filial.

El también autor de Conducir un tráiler, que ganara el Premio Memorial Silverio Cañada a mejor novela española publicada en 2008, regresa ahora con una novela absorbente por desafiante, con una prosa exacta, frenética y vigorosa, y con una historia que, sin duda, mantendrá en suspenso al lector de principio a fin.

(capítulo primero)
El niño que va rumbo a la escuela se detiene un instante frente a la cajuela de un Chevrolet rojo.
Ausculta.
Luego da media vuelta y cruza la calle empedrada.
Toca tres veces con una moneda el cancel de los Baltazar.
De adentro sale una vieja con tubos en el pelo. Trae un cuchillo de cocina en la mano. Un cuchillo con pegostes de cebolla y jitomate, como si momentos antes estuviera cocinándole a su marido un par de huevos a la mexicana.
La vieja pregunta: ¿y eso?
Ese carro tiene unas manchas de sangre en la cajuela, dice el niño, señalando con el dedo.
La vieja adelanta un palmo la cabeza y mira a un lado y a otro. No puede evitar sentir una torsión de tripas.
¿Cuál carro?, pregunta, evadiéndose.
El rojo ese, repite el niño, señalando con el mismo dedo.
Lo había visto un día antes, pero no lo habría imaginado. La gente viene y se va, vende carros viejos y compra nuevos, recibe visitas oportunas o inesperadas. Ahora que lo recuerda, don Lupe, el de la tienda de abarrotes, le había preguntado esa mañana:
¿Tiene visita, doña Sebas?
Y ella: no, ¿por qué?
Es que  desde ayer vi  estacionado el carro rojo ese ahí y  pos pensé que habían venido sus familiares del norte.
La vieja lo recuerda clarito. Había estirado la cabeza como un pollo para ver el Chevrolet rojo estacionado enfrente de su casa, una pequeña capa de polvo sobre la lámina, como el óxido que recubre las bisagras de las puertas olvidadas.
Pues no, don Lupe, nadie vino del norte a visitarme, fíjese. Qué más quisiera uno.
La vieja sacó un billete de cincuenta y lo puso sobre el mostrador. Introdujo en la bolsa los bolillos y el litro de leche. Y volvió por la calle en ruinas.
Lo recuerda clarito, pero nunca lo habría imaginado.
Manchas de sangre, manchas de sangre, dice con una voz retumbona. Tú lo que no quieres es ir a la escuela, ¿edá?
El niño empuña la mano y la guarda en la bolsa del pantalón. Antes de irse, mira con una mirada irresuelta a la vieja con cuerpo de tinaco.
El niño que va rumbo a la escuela atraviesa de nuevo la calle. Rodea el Chevrolet rojo buscando una señal.
Los ojos de avispón.
Aplasta la nariz en el cristal de la ventanilla izquierda. Mira hacia el interior, de un lado a otro.
Todo parece estar en su sitio, incluyendo el cinturón que pende del volante. Un cinturón de banda ancha y hebilla metálica igual al que usaba su papá. El niño graba en su mente, como si de un juego de artificio se tratara, el cinturón de banda ancha y hebilla metálica y, luego de unos minutos, sigue el camino rumbo a la escuela.
El niño que va rumbo a la escuela no repara en el daño que un cinturón puede ocasionar. El niño desaparece al dar vuelta en la esquina siguiente.
La calle vuelve a quedar vacía. Una calle empedrada y solitaria como todas las calles del mundo antes de las ocho de la mañana. Una calle sin árboles, sin niños. Sólo un vientecillo levantando en vilo hojas secas, sucias servilletas, bolsas de plástico. Implacable el polvo que va tragándose todo lo que encuentra a su paso.
El polvo, una barredora mecánica.
Un robot asesino: el polvo.
La camioneta comandada por el Tigre Guerrero se detiene a las afueras de la casa de los Baltazar, frente al automóvil Chevrolet rojo.
Se abre una puerta, pero nadie desciende de ella.
Sólo se escucha un chiflido y luego se ve una mano venuda que sale por la ventanilla haciendo señas.
¿Quiere que baje, lic.?, pregunta Román.
Espera.
El comandante Obispo Ventura chista al judicial que intenta abrir la cajuela con una ganzúa. Lo toca en el hombro.
Ve a ver qué quiere el licenciado, Güero, ordena.
Sí, comandante.
El judicial deja en el suelo la ganzúa y se abre paso entre los familiares de la víctima. Uno de ellos tiene cosido en la oreja el teléfono celular. Nadie sabe a cuántas personas ha llamado para darles parte. La mañana está fría y todavía no aparecen los mirones o los fotógrafos de los periódicos ni siquiera las cortinas translucen ojos entrometidos o impertinentes.
¿Quiénes son esos que están ahí? El licenciado Guerrero pregunta sin levantar la vista. Anota algo en una libreta de pasta roja.
Son los sobrinos del licenciado Hernández, licenciado.
¿Ah, sí?
Sí, ese del celular, ¿lo ve?
Sí.
Está cagado de miedo. Trae chorro verde ya. Desde que llegó no ha dejado de hacer llamadas.
¿Ah, sí?
Sí, licenciado.
El Tigre Guerrero levanta por fin la cabeza, ausculta la zona como un perro de caza. Vistazo hacia atrás. Vistazo hacia delante. A un lado. A otro. Encaja la pluma en la argolla de la libreta y la regresa a la guantera. Tac, se oye al cerrar.
Dígale a Obispo que el procurador no quiere espectáculos esta vez. Nada de sacar el cuerpo y dejarlo ahí tirado en la banqueta como a un cerdo. Este cerdo no es un cerdo, ¿está conmigo?
Sí, licenciado.
Con discreción, pues. Las diligencias las haremos a puerta cerrada. Ah, y dígale al mariquita ese del celular y a su acompañante que se vayan por ahí a descular hormigas. No queremos ninguna coladera abierta, ¿está conmigo?
Sí, licenciado.
El licenciado Guerrero cierra la puerta y pide a Román que dé marcha. Al pasar junto a la escena del crimen, la camioneta se detiene un instante. El comandante Obispo se apresura. Ladea la cabeza para escuchar lo que susurra el Tigre Guerrero.
Ahí te espero, pues, Toño.
Sí, licenciado.
Las llantas de la camioneta despotrican contra el empedrado.
El comandante Antonio Obispo Ventura va y explica a los familiares que para evitar cualquier malentendido por parte de los vecinos será mejor continuar la diligencia directamente en las instalaciones de la Procuraduría.
Les ruego que mejor avisen a sus familiares. Es recomendación de nuestro señor gobernador no realizar ningún acto que pueda despertar abruptamente la curiosidad de los vecinos o de otros particulares.
Ya se les hará llegar con la debida prontitud y expedición la notificación correspondiente en donde sucintamente se les darán los pormenores del procedimiento que a bien tenga dictar nuestro ordenamiento legal.
Nadie habla con la propiedad del comandante Obispo, cuyo poder de persuasión logra que los dos jóvenes no opongan resistencia. Y qué bueno, porque no habrían consentido tener que identificar ahí mismo el cadáver de su tío, o el cadáver de quien sea, ni siquiera habrían tolerado el sofoco en el instante mismo de abrir la cajuela.
¿Serían capaces de ver el ojo sin luz que los miraría sin mirarlos como desde el fondo de una noria?
La cara amoratada, los labios secos, el pelo un mazacote de sangre.
Está bien, comandante.
Los dos jóvenes dan la media vuelta, suben al automóvil y se marchan.
Dos cuadras adelante, el automóvil se ve obligado a girar hacia la izquierda, tomando la avenida Gonzalo de Sandoval.
El comandante Obispo se queda mirando la línea de calle que termina en un muro, como muchas calles de la ciudad.
Cualquiera con las mínimas ganas de ir al baño se mea en los calzones a causa de tanta calle cerrada, piensa.
El comandante Antonio Obispo Ventura quisiera tener el nombre y el domicilio del encargado de haber trazado los planos de la ciudad para cogerlo de los huevos y estamparlo contra uno de esos muros que impiden la libre circulación vehicular. Restregarle la cabeza contra los ladrillos pelados.
Decirle: mire, arquitectito de mierda, me he tenido que mear en los calzones por su culpa
Según la descripción, comandante, sí es el occiso.
El Güero no puede esconder la impresión del hallazgo. Se rasca la cabeza compulsivamente. Luego enciende un cigarrillo y da tres fuertes jaladas. Escupe el humo:
¿Quiere verlo? Da otra jalada al cigarro.
El comandante Obispo camina hacia el hocico abierto que es la cajuela. Asoma la cabeza como a un pozo sin fondo o una letrina.
Cero vehemencia en su semblante.
En efecto, comprueba que se trata de Ramiro Hernández Montes, quien está atado de pies y manos con una sábana beige, y quien presenta a la vista una oreja desmembrada. Todavía gotea sangre.
Ciérrala, Güero. Allá te veo.
De la camioneta de Servicios Periciales desciende el doctor Gallegos. Camina arrastrando los pies en dirección al comandante Obispo, lleva una cinta métrica en la mano. Antes de que diga cualquier cosa, el comandante Obispo Ventura le indica que el acta se levantará en el Ministerio Público. Órdenes superiores.
Pero, ¿y el recogimiento de pruebas?
Ya Celso tomó muchas fotografías, con eso será suficiente para que se dé una idea. ¿Entiende lo que digo? Luego le explicaré el meollo del asunto.
El doctor Gallegos tuerce la boca, pero no chista.
Guarda la cinta métrica en el bolsillo derecho del pantalón y regresa por donde vino.

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