Conducir un Tráiler

conducir un trailer

Esta es su primera novela, publicada bajo el prestigioso sello de Random House Mondadori México en 2008. «Conducir un tráiler» retrata la violencia y las relaciones de venganza entre dos familias de Colima. También es el reflejo del norte de México y una búsqueda existencialista del personaje principal: Abel Corona.

(fragmento)
Aunque en realidad cree que ya lo ha vivido todo en la vida, sus noches en bares cantando, sus golpes de mala suerte, sus otras caídas, Abel es sólo un muchacho. Mientras piensa en su madre (y esta es la primera vez que piensa realmente en ella) entra por el portón un muchacho casi de su misma edad, delgado, con el pelo largo de zorrillo, botas de plástico hasta las rodillas y una camisa desabrochada que descubre un pecho lampiño y huesudo. Es el Chori. Abel se levanta del taburete y se aproxima a él con intención de preguntarle si es o no es, pero el Chori no lo deja terminar y le contesta que pos claro que es. O qué crees que soy un pinche muerto viviente o qué, añade golpeándose una rodilla con un pedazo de periódico enrollado. Abel sigue al Chori hasta una bodega detrás del supermercado y en la que se encuentra el cazo y todos los demás bártulos para hacer los chicharrones.
Ha llegado un poco tarde, y el Chori remueve las cazuelas y las cajas como buscando con desesperación un tesoro perdido. Arroja una olla por aquí, otra por allá. El Chori despotrica. Cuando por fin encuentra lo que busca, enciende una de las puntas del periódico enrollado y lleva el fuego hasta la boquilla de gas, haciendo surgir una corona de lumbre azulina en el quemador. Si al rato te pregunta don Pedro que por qué nos tardamos tanto, tú le dices que porque se murió mi abuelita, ¿eh, güey? ¿Cuál abuelita? Abel se muestra confundido. Cómo que cuál abuelita, pinche güero, pos mi abuelita la muerta viviente. Abel se ríe con la puntada. Después pregunta al Chori cómo es el trabajo aquí. ¿No te dijo don Pedro? No, nomás me ordenó que viniera a las seis de la mañana para hacer los chicharrones. Abel remueve unas tablas de encima de una tina y se sienta. El Chori dice: bueno, lo que primero debes saber es que yo soy tu jefe. Es decir, que si te digo a ver, pinche güero memelas, limpia ese cazo, pos tú tienes que limpiarlo. O si te digo: a ver, pinche güero memelas, tira esos huesos, pos tú tienes que tirarlos. Y si luego te digo:
a ver, piche güero memelas, pela ese cuero, pos tú tienes que pelarlo. Pero si también luego te digo: a ver, pinche güero memelas, pélame este otro (esta vez lo dice agarrándose el bulto), pos también tienes que pelármelo. El Chori no puede reprimir la risa. Escupe tres veces en la tierra. Se rasca la cabeza de zorrillo. Cuando Abel va apenas a decirle que se deje de babosadas, ve que una camioneta Van, parecida
a una botella de aluminio masticada por un oso, entra por el portón y se estaciona al lado de la bodega, dejando hundida en el lodo la huella de las llantas. De ella desciende don Pedro, cargando una bolsa con algo que podría ser un perro o un gato muerto. Echa un vistazo hacia la cochera pensando en algo, sin saber si entrar a la carnicería primero o dejarlo para después. Deja el bulto sobre un banco, introduce un palito de madera entre sus dientes y camina en dirección a la bodega. Chori, grita. Hey. ¿Ya mero? Chori hace una seña con la mano a Abel, sin decir nada. Sí, responde. Bueno, no olvides que tenemos que ir por el puerco. Don Pedro se recarga en la puerta de la ca-mioneta. Indeciso. El Chori hace otra seña brusca con la mano. Sí, ya mero. El Chori empieza a meter en el cazo de manteca hirviendo tripas, cueros, pajarilla, hígado, riñones. Sin limpiarlos. No hay tiempo pa’ joterías, dice. Al cabo la comida de hoy arrempuja a la de ayer, ¿qué no? Abel acomoda bártulos sucios, pero lo hace sólo para dar la impresión de que hace algo. Siente que los pies le flotan ahí, en el aire. Mira el bigotito del Chori con cierto asco mientras mil pensamientos distintos se le agolpan en la cabeza. De pronto se da cuenta de que ha olvidado la cartera sobre el buró y con ella la llave que le dio Hortensia antes de salir. Comprará la tarjeta telefónica hasta el siguiente día, entonces. Si ya su madre ha esperado dos semanas sin tener noticias suyas, seguramente podrá esperar un día más. No quiere perder la concentración. El trabajo parece sencillo, mecánico, pero Abel Corona no termina de reco-nocer lo que está sucediendo a su alrededor. Sonidos insondables rebotando dentro de él le sacuden el esqueleto como a un árbol de guayabas. Nada más. Lo mueven, lo arrastran cual trozo de madera en aguas caudalosas. Entre esas canaletas que se le forman en la cabeza, hay algunas confusas, llenas de imprecisiones, aunque dentro de esas imprecisiones como sarcomas encuentre certezas. Una de ellas es que debe concentrarse en lo que hace. Tienes que hacer las cosas bien, dice la voz que le sube por el caño del esófago. Don Pedro se detiene en el dintel de la puerta, sólo alcanza a vérsele la mitad del rostro debido a la sombra proyectada por el alero del techo. Ah, pinche Chori, me lo imaginaba. Don Pedro recarga una mano en la moldura de la puerta y mueve la cabeza de un lado a otro. Trae el palito entre los dientes. El Chori pone una cara despavorida y no se atreve a decir nada. El Chori sabe que la próxima vez lo echarán de ahí a patadas. Se ha estado salvando. ¿Sabes manejar, Abel? Abel vacía la manteca quemada en un bote de plástico. Claro, don Pedro. Don Pedro mete una mano en el bolsillo izquierdo del pantalón, extrae un llavero con dos llaves y se lo avienta pidiéndole que lo siga. El Chori mira a Abel con cierto recelo, pero sin resentimiento. Cuando don Pedro se aleja un poco hacia el costado de los gallineros, el Chori arroja con fuerza una brocha gorda en un cesto con tripas. Siente coraje, pero no va más allá porque en el fondo sabe que lo que ha buscado lo ha encontrado. En otro tiempo don Pedro le hubiera dado las llaves a él, pero después de lo sucedido en el puente eso ahora es imposible. Abel, en cambio, siente una alegría parecida al orgullo. Aunque se trata de un acto insignificante, para él es como haber recibido un diploma de honor. Un regalo de reyes. Un premio en la lotería. Sabrá sacar jugo de la situación. Don Pedro es un hombre cabal y necesitará, igualmente, un muchacho cabal. Y él podrá serlo, quizá. Un muchacho cabal.

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